por Roberto Di Stefano
La Carta de Venecia «constituye un trabajo que nadie, en adelante, podrá ignorar y a cuyo espíritu todo especialista deberá atenderse, si no quiere ser considerado culturalmente fuera de las ley» así escribía Piero Gazzola en 1971, siete años después de la promulgación oficial de este documento que representa el «código oficial» en el sector de la conservación, no solo de monumentos, sino también de sitios (centro histórico comprendidos). Nació del amplio debate desarrollado durante el Congreso de 1964 (especialmente en las secciones III y V) y se concluyó con una moción específica concerniente a la protección y a la revitalización de los centros históricos. Debate, incluido en el documento «El Monumento para el Hombre», que tuvo como elemento más valioso (y todavía es Gazzola quien lo afirma) «la nueva nota de nuestro periodo histórico», que es «la componente de carácter urbanístico que entra fatalmente en toda acción de tutela monumental, por la cual toda operación de restauración no puede desconocer la necesidad de una exacta visión del contexto urbano. Además Gazzola hacia notar que «el drama de la desnaturalización de los centros históricos, provocado por el desordenado crecimiento edilicio y por la ausencia de una sólida preparación cultural en la planificación, es un fenómeno difundido casi en todas partes. La desnaturalización del paisaje debido al desordenado propagarse de las iniciativas industriales es también una tragedia común». En años sucesivos, constatando el mantenimiento de tales procesos destructivos, el ICOMOS expresa sus preocupaciones. En la fase preparatoria y durante la Asamblea General en Rothenburg, en 1975; se propone a los estudios el dedicarse a un atento análisis comparado de los contenidos culturales de la Carta de Venecia confortándolos con la realidad operativa registrada en diversos países. Esto dará cuenta a una serie de encuentros de estudio (París, octubre de 1976, a cargo del Comité francés; Ravello, octubre de 1977, a cargo del Comité Italiano) y de reuniones de expertos (Ditchley Park; mayo de 1977, para el examen de las opiniones expresadas por quince comités nacionales). En el curso de tales evaluaciones, el ICOMOS no ha dejado de tener en cuenta los resultados de los cuales, en esos mismos años, habían llegado los Organismos gubernamentales Internacionales. De hecho, la UNESCO ya había establecido en 1972 la Convención sobre la protección del patrimonio mundial cultural y natural» que llamó a toda la colectividad internacional a participar en su tutela «ante la amplitud y la gravedad de los nuevos peligros que lo amenazan». Posteriormente el 26 de noviembre de 1976, proponía la fundamental «recomendación relativa a la salvaguardia de los conjuntos históricos y su función en su vida contemporánea», después de haber constatado, entre otras cosas, que «en el mundo entero, se pretexto de expansión o modernismo se procede a destrucciones ignorantes de aquello que destruyen y a reconstrucciones irreflexivas e inadecuadas que ocasionan un grave perjuicio a dicho patrimonio histórico». A nivel europeo, el Comité de Ministros, en octubre de 1975, promulga la «carta del patrimonio arquitectónico» el cual es declarado «a priori» en peligro. «Está amenazado por la ignorancia, por la vejez, por la degradación en todas formas, por el abandono. Una particular forma de urbanismo es destructivo cuando las autoridades son demasiado sensibles a las presiones económicas y a las exigencias del tráfico. La tecnología contemporánea, mal aplicada; estropea las estructuras antiguas. Las restauraciones abusivas son nefastas. Finalmente y sobre todo, la especulación del suelo e inmobiliaria sustrae partes de conjunto y humilla los mejores planeamientos». El Congreso Internacional del Consejo de Europa, que se realizó en aquellos días, aprobó la conocida «Declaración de Amsterdam», en la cual son ratificados los principios fundamentales de la «protección global», de la plena «legitimidad de conservación» del patrimonio arquitectónico, del cual forman parte esencial las ciudades históricas, las zonas urbanas antiguas, las poblaciones tradicionales, así como los parques y jardines históricos. Patrimonio que representa «un capital espiritual, cultural, económico y social de insustituible valor» y cuya conservación integrada a la vida asociada moderna» debe ser uno de los objetivos principales de la planificación urbana y territorial». En consecuencia, El mismo Comité de ministros Europeos, en abril de 1976, recomienda a los gobiernos el promover y acelerar el adecuamiento de los sistemas legislativos en el sector de que se trate. El ICOMOS, por lo tanto, entre los años1975 y 1978, ha podido proceder responsablemente a un vasto y articulado intercambio de opiniones sobre la Cata de Venecia para preparar un proyecto de documento integrador. En el curso de la V Asamblea General; en Moscú; en mayo de 1978, prevaleció sin embargo la tesis de conservar intacto el texto original de la Carta, ya que ésta se ha afirmado con gran autoridad en numerosos países que la han adoptado como base para sus legislaciones y no se propone ningún nuevo texto. La Asamblea de Moscú se limitó, por lo tanto, a discutir el tema «Los monumentos de la historia y de la cultura en la sociedad contemporánea», en el informe final, entre otras cosas, no se ha dejado de denunciar «un peligro creciente para el patrimonio cultural en el mundo contemporáneo que requiere una intervención enérgica» y en constatar que «…no obstante el mayor conocimiento del papel de los monumentos históricos y culturales, éstos se encuentran casi en todas partes con una actitud negativa peligrosa para su integridad, expresión y calidad». Estas denuncias explícitas encuentran, en los años sucesivos, confirmaciones posteriores en las declaraciones de otros organismos internacionales, gubernamentales o no: Constatando que el patrimonio arquitectónico «continua siendo amenazado por el abandono, la degradación, la demolición y por nuevas construcciones incongruentes» y que «las medidas tomadas son todavía inadecuadas y tardan demasiado en ser aplicadas», la Asamblea parlamentaria del consejo de Europa, en 1979, formuló ulteriores recomendaciones sobre esta materia. A tales denuncias europeas corresponden las preocupaciones americanas enunciadas en el documento final del «Simposium interamericano de conservación del patrimonio artístico», desarrollado en México en octubre de 1978. Preocupaciones confirmadas, en tono todavía más afligido, en noviembre de 1980 en Buenos Aires; en ocasión del «Congreso de preservación del patrimonio arquitectónico y urbanístico americano». Lo mismo puede decirse para Europa, leyendo la resolución final (y el debate), del «Congreso sobre el patrimonio arquitectónico», llevado a cabo en Bruselas en marzo de 1980. El ICOMOS, por su parte, ha continuado por medio de intercambio de opiniones entre expertos, reuniones de grupos y convenios, ya sea el examen del texto de la Carta de Venecia, ya sea la profundización de los problemas conexos a los asentamientos históricos tradicionales. En particular, como conclusión de la reunión de Cracovia, en octubre de 1980, constata entre otras cosas, que las citadas recomendaciones de Nairobi de la UNESCO (1976) no se han traducido todavía en hechos y que «destrucciones globales del tejido urbano histórico o tradicional se llevan a cabo todavía hoy en numerosos países o se introducen en proyectos urbanísticos, mientras otros conjuntos históricos o tradicionales se menoscaban por falta de manutención, de reanimación, de realización de proyectos de salvaguardia y por falta de integración de estos proyectos a la planificación urbana». A este punto, puede concluirse que tan dramática situación no deriva ciertamente de forma en que está redactado el texto de la Carta de Venecia. Que entendida como un conjunto de principios generales de carácter teórico capaz de adaptarse entonces a las exigencias particulares de cada una de las naciones, a las cuales corresponde la obligación de legislar según estos principios comunes, todavía debe considerarse como un documento de plena actualidad y no como un monumento histórico a tutelar. Si los centros históricos (y sus núcleos antiguos) son objeto de la más hipócrita (porque muchas veces asume tonos culturalísticos) y masiva especulación y destrucción, no se debe ciertamente a las indicaciones sintéticas que la Carta proporciona. El paso de la intervención especulativa en el edificio aislado a la «operación conquete» en grupos de edificios en los centros históricos y posteriormente al «recupero» de grandes partes del tejido urbano antiguo, caracteriza la actual estrategia de las inversiones del capital (con la tesis de la máxima utilidad) en el campo de la construcción; estrategia que vemos usar en todo el mundo; obra de grupos financieros, muchas veces multinacionales, extremadamente potentes. En relación a este gradual acrecentamiento del frente de ataque al patrimonio cultural, la estrategia para la salvaguardia ha debido transformarse: a) reafirmando la plena legitimidad de la restauración; b) introduciendo el principio de la globalidad de la protección; c) pasando del concepto de bien cultura (con todos los valores de tipo económico que este concepto contiene) a la noción de «monumento», en los términos enunciados en el art.1 de la Carta de Venecia; d) logrando finalmente, afirmar la idea de la conservación integrada («…resultado de la acción conjunta de las técnicas de la restauración y de la búsqueda de funciones apropiadas», como dice la Declaración de Amsterdam), contenida ya claramente en el art. 5 de la Carta de restauración de1964. El problema actual todavía consiste en poder controlar la elección de las llamadas «funciones apropiadas» o de las «pretendidas adaptaciones a la evolución de los usos y las costumbres»; se trata de entender y hacer entender que las funciones serán apropiadas sólo cuando sean adaptable al edificio por conservar y jamás si se debe tratar de «adaptar» el edificio a ellas: El peligro es que la elección de las nuevas funciones y la acción de transformación del bien (económico) cultural, obtenido por la restauración, sea inspirada sólo por la tendencia a incrementar el valor económico del bien cultural (monumento, centro antiguo u obra de arte), con el grave riesgo de la pérdida (irreversible) de sus características peculiares. El peligro entonces, es aquel de conservar y transformar, no ventajosamente para la colectividad (para recabar beneficios de tipo humano) sino, por lo contrario, para privatizar el bien común y para mercantilizar los bienes culturales y ambientales, utilizándolos con la finalidad de obtener ganancia (máxima o bien inmediata) de capital invertido, ya sea público o privado. Esta diferencia de significado de la finalidad última de conservación se ha manifestado ya desde hace más de un siglo y bastará para darse cuenta, confrontar el pensamiento de John Ruskin, por un lado y el de L.Vitet, P. Merimée y Viollet-Le Duc, por el otro. La aclaración que ha surgido hoy, del largo debate, consiste exactamente en entender que «mise en valeur» o valorización debe significar «resaltar el valor cultural y espiritual» y no utilizar el valor en forma práctica. Consiste, en suma, en haber puesto en evidencia que la valorización del bien está contenida en el interior del proceso de conservación integrada. Siempre y cuando que por ésta no se entienda el condicionamiento de los principios de conservación y su forzada integración dentro de la actual estructuración económica productiva, en el horizonte que comprende sólo las «necesidades, más o menos artificiales», del hombre contemporáneo; es decir la adaptación de lo antiguo o lo nuevo que la sociedad de consumo nos impone. Por el contrario, se entiende aquí por conservación integrada el esfuerzo por ver ya sea lo antiguo como lo nuevo en el horizonte unitario que comprende también las necesidades de orden moral y espiritual, peculiares de la existencia humana. Por otra parte, la evolución de la doctrina de la restauración se ha caracterizado por la extensión de la noción de «monumento» de la obra arquitectónica prestigiosa de la edición menor del pasado que posee un valor de testimonio coral de civilización y luego, al conjunto urbano o rural considerado como una unidad, es decir como objeto unitario de la conservación. A lo largo de esta vía encontramos las indicaciones primero de la Carta de Atenas y posteriormente la de Venecia y sobre esta vía se debe proseguir, desechando el retroceso cultural implícito en la idea de crear dos distintas Cartas para la conservación, una para monumentos y otra para centros históricos, como si se tratasen de principios teóricos diferentes. En esta diversidad de interpretaciones de la finalidad de la conservación y de la valorización de esa enorme cantidad de cursos representada por el patrimonio cultural y natural, reside el contraste básico entre política y cultura, como entre conservación y urbanismo. Contraste que no viene al caso agudizar con una Carta de restauración (de monumentos) para unos y otra distinta (sobre los centros históricos) para otros. No basta entonces, haber adquirido el conocimiento de la existencia simultánea de un valor cultural y de un valor económico intrínsecos en el patrimonio artístico, histórico y natural. Hace falta, por el contrario, comprender y hacer comprender cuál es la forma más ventajosa para obtener una utilidad de ese patrimonio vivo y actual en el presente. Este, de hecho, contiene en sí; no dos valores separados y alternativos (el cultural y el económico), sino un único valor económico cultural; un valor que, aún siendo económico (porque el bien del cual se habla presenta los cánones característicos de limitada disponibilidades, utilidad y usufructuabilidad) satisface, esencialmente, necesarias de tipo espiritual y no material. No se trate entonces de querer afirmar la prioridad del valor cultural, oponiéndose ciegamente a la realidad de las cosas, en el contrario, se pretende impedir la separación en dos partes del unitario e insustituible valor contenido en los bienes culturales, que entiéndase bien no son ni «bienes de consumo ni bienes instrumentales». Para conseguir esta es necesario que todos controlemos atentamente el mecanismo que logre cambiar el sistema de prioridad de bienes de nuestra sociedad. Es decir, la escala de prioridades de la cual Los «bienes» individuales extraen un «valor» que tiene en cuenta su capacidad de ser «útiles» para satisfacer «necesidades»; es decir la escala de «valores» (bienes) en razón a las «necesidades» (utilidad). Se ha notado de hecho, que tal escala cambia si las necesidades reales (fundamentales y otras) son sustituidas por las «aspiraciones, esto es las «nuevas necesidades» que pueden crearse en el hombre (al cual sólo sirve aquello que conoce) haciendo conocer nuevas cosas. El control del mencionado mecanismo por parte de cada individuo garantiza pues, el que crearse una escala natural (y no artificial e impuesta) de valores, entre los cuales aquel del bien cultural ocupará uno de los primeros escalones. Esto permite al hombre el satisfacer ya sea sus necesidades como aquellas colectivas, en el necesario equilibrio entre utilidad personal y utilidad de la colectividad de la cual él mismo forma parte y que lo condiciona al definir su propio sistema de valores. De aquí parte la relación fundamental entre interés privado e interés público; la conservación (como utilización de un bien económico cualquiera y también, por ello, del bien cultural) si es controlada por la colectividad en nombre del interés público asegura la satisfacción de una necesidad fundamental (y no artificial) de tipo que reparan en tal tipo de necesidad. El prevalecer del interés público o del privado da lugar, entonces, a sistemas diferentes de conservación. Somos conscientes de las graves carencias existentes hoy en el mundo para la satisfacción de necesidades fundamentales: alimentación, alojamiento, equipamiento público, salubridad y otras tantas. Pero somos también conscientes del hecho de que la necesidad máxima del hombre moderno es la de la recuperación de sus valores espirituales, de cuya completa posesión deriva, de hecho, el verdadero bienestar. El cual, todavía, se reducirá más, teniendo a cero, a medida que el mismo hombre frecuentemente a esto por el ciego deseo de bienes materiales es obligado a relativizar aquellos valores absolutos, corrompiendo y cayendo en compromisos cada vez más graves. A esta necesidad, por consiguiente, se enfrentan los bines culturales, cuya conservación constituye, bajo tal punto de vista, una de las garantías fundamentales para la supervivencia humana; y en consecuencia, no puede dejar de ser uno de los objetivos principales de la política económica y de la planificación territorial. Sin embargo, desgraciadamente, en la realidad actual, esto no ocurre. Asistimos a la degradación y a la pérdida progresiva de los elementos vitales del patrimonio que provienen de las civilizaciones del pasado. Es un fenómeno que deriva ciertamente de la insuficiente individualización y formulación de criterios teóricos y técnicos, de la conservación y restauración, pero que es atribuible, por el contrario, a la falta de voluntad, el rechazo y a veces, a la incapacidad para comprender dichos criterios. Hace falta reconocer, más bien, que en el cotidiano operar de la clase dominante, de los administradores públicos y también de demasiados técnicos profesionales, la gestión de la conservación y de la restauración (particularmente en el sector arquitectónico y urbano) resulta en nada influenciada por la Carta de Venecia. Este documento, todavía conserva plena validez como conjunto de principios «…elaborados en común y formulados en un plano en un plano internacional aunque se deje siempre a cada nación el cuidado de asegurar su aplicación, dentro del marco de su propia cultura y de sus tradiciones». A tal proposición, es apenas necesario subrayar que se deben leer los artículos dándole naturalmente a la palabra «monumento» el sentido amplio global, que incluye el de centro históricos, como se indica en el artículo 1. Para disipar toda confusión, se puede agregar una frase de esclarecimiento. También el significado que debe atribuirse a los términos «conservación» y «restauración», a los cuales está dedicado el artículo 2, puede ser posteriormente precisado. Perfeccionadas así las definiciones fundamentales, los artículos que siguen resultan completamente claros y de plena actualidad. Solamente sería útil ampliar el artículo 14, dedicado específicamente a los sitios. El texto de la Carta de Venecia, integrado con las tres mencionadas aclaraciones se adjunta como apéndice; además de la introducción original en la cual es sugerible asumir los resultados de la reflexión crítica sobre la relación verdadera que debe registrarse entre la práctica de la conservación y la restauración por un lado y de los mencionados principios, por el otro.
De tales reflexiones se obtienen algunas conclusiones:
1º Los principios de la Carta de Venecia de 1964 conservan una completa y actual validez. 2º El patrimonio cultural arquitectónico está en gravísimo e inminente peligro de destrucción, con el consiguiente daño a la vida humana; Este patrimonio es, cada vez más, objeto de alteraciones a causa de la renovada tendencia a la actividad de transformar el tejido urbano y edilicio existente en función de la utilidad del capital Invertido. 3º La conciencia y el conocimiento de la dramática situación son completos y claros en los organismos responsables y competentes (gubernamentales o no) de la cooperación cultural y política mundial y en las poblaciones de todas las naciones civilizadas, en forma cada vez más difundida y profunda. 4º Una diferencia enorme y asombrosa subsiste entre las exigencias que surgen de tal toma de conciencia y las cotidianas actividades y realizaciones prácticas. Diferencia que conduce inexorablemente, si no se verifica una decisiva marcha atrás en el camino de la sociedad contemporánea, a negativas transformaciones de la vida humana. 5º El empeño de los gobiernos de la mayor parte de las naciones para garantizar, con el respeto de los acuerdos ratificados en las Convenciones Internacionales, una eficiente política para los bienes culturales se revela insuficiente.